Cuando
era pequeño, mi abuela me solía contar una pequeña fábula acerca del Castillo
de las Nubes, un lugar que ella había estado buscando toda su vida, y que
cuando se había dado por vencida en la búsqueda el Castillo la había encontrado
a ella, después de decir esto mi abuela siempre recalcaba que esto sucedió
luego de que ella conociera a mi abuelo. Según mi abuela en ese lugar, todos
los sueños se podían cumplir si creíamos que éramos capaces de hacerlo, donde podíamos
sentirnos seguros siempre, donde encontraríamos refugio y calma. Ella siempre
me hacía recordar, que este Castillo no era un lugar PERFECTO, dentro del
mágico lugar también había imperfecciones, ciertas goteras, rajaduras en las
paredes, y ese tipo de cosas. Pero incluso las imperfecciones hacían que ese
lugar fuera perfecto para ella y para mi abuelo. Donde en los días de lluvia
ambos colaboraban para sacar el agua hacia afuera, donde si una grieta era
demasiado grande ellos hubieran construido puentes para unir los lazos. Un
lugar de ensueño y consuelo. Mágico. Colorido. Un poco desordenado y pasional.
Yo
sin embargo, crecí gris…
Las
nubes rugían tormentosas encima de mí, la ciudad vestía colores apagados de
distintos grises, y yo un traje, que me había costado varios salarios, el cual
cubría mi piel. El paraguas negro que tenía en mi posesión se irguió por sobre
mí con una rigidez sobrenatural, como si mi cuerpo fuera de madera y las piezas
estuvieran hinchadas, provocando que me moviera con movimientos certeros y que
parecieran automatizados. La sombra no tardó mucho en proyectarse en el suelo,
en casi un abrir y cerrar de ojos el artefacto se expandió manejándose de la
misma manera que mi cuerpo, riguroso, estable, pareciendo igual de premeditado.
Comencé
a caminar entre la gente, nadie me detenía, nadie chocaba a nadie. Era un mundo
donde el destino de cada objeto y persona parecía ser dibujado por aquellos
artistas más detallistas y exigentes del mercado, haciendo que todo funcionase
como las piezas de un reloj antiguo que funciona hace no sabemos cuánto, y
misteriosamente nunca vemos que nadie le de cuerda, y sin embargo nunca nos
encontramos una medianoche o un mediodía en el que no suene. Veíamos en escalas
de grises, pero todo funcionaba a blanco y negro. Un sí o un no, afuera o
adentro, malo o bueno. Limpieza extrema, silencios permanentes, sin peleas, con
‘por favores’ y ‘gracias’.
Los
hombres eran altos, con rasgos rigurosos también, con figuras esbeltas y ojos
fríos, las mujeres casi todas iguales, maquillajes grises se dibujaban en sus
caras, pestañas postizas y uñas de la misma manera, buscando la belleza.
Aquellos quienes no cumplían con los requerimientos no eran lanzados al mundo
exterior. No sobrevivían. Alguno que otro se abría paso, camuflado entre el
resto de ‘luchadores sin causa aparente’,
tan vacíos por dentro como se sentiría vacío un caracol que no refleja el
sonido del mar. Yo era uno de ellos, mi armadura era mi traje, mi máscara. Yo
delgado, no tan alto, con gustos un poco fuera de lo común, no encajaba en esa
sociedad que pretendía tanto de todos y nada entregaba a cambio.
La tormenta se abría paso, y yo igual entre la multitud de ‘cegados’, de la cual obviamente formaba parte. El semáforo, que iluminaba también con colores en escalas de grises, les dio permiso a los conductores para avanzar, y yo, junto con el resto nos quedamos como estatuas esperando a que se nos diera la orden de proseguir nuestra muerte en vida.
Allí
quieto esperando, con la mirada perdida en un punto en la lejanía, sin casi
pensar en nada, me vi abstraído por una chica a mi lado. No tenía paraguas, y tampoco
estaba mojada. De una estatura alrededor de un metro cincuenta, un poco
rellenita, pelo ondulado… castaño, con vida. Inusual. No podía parar de verla,
era ciertamente ella una mujer extraña, parecía tener una mueca en su rostro un
tanto incómoda, las dos comisuras de sus labios estaban extendidas cada una
hacia su respectivo lado y levemente hacia arriba, una sonrisa, que escaseaban
en esos días. La muchacha que vestía un buzo rojo intenso, un jean del azul más
vivo que vi en mi vida, unas zapatillas blancas con un poco de… barro supuse,
se mecía levemente de atrás hacia adelante, y noté que estaba produciendo un
pequeño sonido rítmico y que nunca había escuchado en la vida. No podía
quitarle los ojos de encima, era simplemente preciosa, una verdadera obra de
arte ante mis ojos. Esos pensamientos cruzaban mi mente, pensamientos que no
podía entender del todo.
Con
la exactitud de siempre los conductores se detuvieron, pero antes la muchacha
se cruzó con mis ojos, y la noté confundida. Tanto a ella como a mí nos
empujaron las personas que teníamos detrás, lo que nos tomó por sorpresa. Por
un momento me distraje y dejé de observarla, y una angustia increíble me llenó
el cuerpo. Una sensación de vacío, soledad, miedo que iba más allá de los
límites de la comprensión, pero que de alguna manera siempre había estado
conmigo. Pero todo se agravó cuando volví a colocar mis ojos en la muchacha del
pelo ondulado, su ropa y su cuerpo estaban manchados, su buzo que antes era de
un rojo como los pétalos de las rosas ahora era mitad gris oscuro y mitad rojo.
Su jean, que era azul como el mar en verano en todo su esplendor, ahora era
mitad gris mitad azul. Su pelo, que antes era castaño, que tenía vida, ahora
era gris y mitad recogido, como si estuviera sufriendo una terrible
transformación.
La
cara de la muchacha empezaba a parecer más tranquila— NO. Más… ¿triste?
Comenzaba a cerrar los ojos. Me apresuré hacia ella. Le tomé la cara con mis
manos, sintiendo su calor. Hicimos contacto visual y de pronto todo se detuvo. Estábamos
sólos en el universo, el tiempo se había detenido, y yo tenía el privilegio de
estar tocándola. Acaricié sus mejillas, suaves, como esas rocas gastadas por la
arena, profundicé en sus ojos, color avellana, que desprendían amabilidad y
calidez. Observé y toqué su pelo, ondulado y suave, con algún que otro nudo. Me
acerqué a su boca lentamente, y nuestros labios colisionaron presos de aquellos sentimientos
que ella y yo teníamos dentro, desprendieron fuego, un beso simple pero que
envolvía mucho más en su interior. Que derretía nuestros corazones, nos
devolvía el calor. Ella era nuevamente de color, al igual que el cielo, los árboles,
y yo. Sin decir una palabra nos sonrojamos los dos, ella apartó la mirada de
manera tímida y dejó escapar una pequeña risa, el sonido más encantador que
podría haber escuchado en mi vida.
Sin
casi notarlo nuestras manos decidieron entrelazarse, y empezamos a caminar sin
pensar que podría pasar. Nuestro encuentro, apresurado, un tanto torpe y que
desprendía un poco de incertidumbre había sido hermoso. Caminamos así, quién
sabe cuánto, sonriendo, hablando, conociéndonos más y más, hasta alcanzar el
Castillo de las Nubes. Una lágrima se me escapó, y ahí supe que ya no había de que
preocuparse. Había encontrado mi lugar.
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