viernes, 15 de abril de 2016

Asesinato a sangre fría

Siempre fui un hombre de pocas palabras, respuestas concretas y seguras. Sin vacilaciones. Sin deseos extraordinarios ni sueños despampanantes. Me mantenía en mi realidad, mi vida no era buena, tampoco mala, pero era suficiente para mí, y yo vivía. Deambulaba entre el resto de almas y mantenía mi perfil bajo, no quería brillar ni ser opacado, simplemente quería existir.

Un hombre común, solitario y frío. Pero mi realidad se vio corrompida. Una persona había cambiado todo lo que yo era, y no podía soportarlo, no podía aceptar que mi vida fuera otra, que mi yo dejara de existir. No podía temblar y morir ante los pies de aquella pecadora que había cambiado mi vivir.

Correteaba dulcemente de un lado a otro, sonriendo, irritándome, mirándome… provocándome. Me enfurecía verla pasar, una furia que crecía en la base de mi estómago y subía hasta hacer explotar mi cabeza y mi pecho. Mi corazón se llenaba de ira cada vez que la veía pasar. Su tono de voz, su pelo ondulado que jugueteaba con el contorno de su rostro, como ella jugaba con mi mente. La odiaba, esa persona era la dueña de mi revolución, y las revoluciones nunca son buenas. Las revoluciones traen muerte y angustia.

Me enceguecía y me hacía marear, no soportaba verla, escucharla, inclusive saber que su presencia estaba en el mundo me molestaba. Debía acabar con ella, era mi deber para mantener el orden en el mundo, en mi realidad.

Una noche despejada de primavera me escondí bajo la sombra de un cerezo, el cual ella solía frecuentar en sus vagas noches de insomnio. La podía ver desde mi ventana, bailando allí como una desquiciada, vistiendo ropas blancas como si de un ángel se tratase. Era tan soberbia e ignorante.

En mi posesión: un arma. Afilada como una cuchilla e impactante como una bala, que podía desgarrar hasta el corazón de aquellas personas con el pecho más duro. Pero ella definitivamente no era una de ellas, ella era suave y delicada, como los pétalos que bailaban sobre mi cabeza. El árbol me hacía compañía, podía escuchar su crujir, pero este estaba lejos de ser molesto, imitaba una suave melodía, como si de una canción de amor se tratase.

Una leve brisa se levantó y la pude ver. Ojos celestes y de estatura media, pero más pequeña que yo. Se veía un tanto confundida y a la vez despreocupada, con sus ropajes blancos y sus manos entrelazadas detrás de su espalda. Descalza, libre, idiota. La miré con odio, ella, sin embargo se acercó sonriendo, no mediamos palabra.

Levanté mi arma, ella me miró intrigante. Debía dispararle, debía atravesarla, como aquella canción y la brisa lo habían hecho conmigo. Como su apacible dulzura me había trastornado y llevado a la locura. Como ver sus alas despegar todas las noches me había hecho odiarla y detestarla. Ver su libertad, presenciar su felicidad me habían obligado, no era mi culpa.

El cerezo era el único testigo de mi crimen, y allí en esa noche de primavera, la asesiné…

- Te amo – Le dije.

Ella sonrió.

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